En el verano de 1991 empecé a jugar al fútbol en el equipo de mi pueblo.
A los pocos días de empezar a entrenar, empezó la liga y, como no podía ser de otro modo, fui al banquillo.
Recuerdo aquel partido como si fuera hoy y no precisamente por el resultado: perdimos 1-4.
El caso es que en la segunda parte, cuando ya perdíamos 0-4 y el partido era imposible de ganar, el entrenador me mandó calentar.
Salí a jugar raudo y veloz en la posición de extremo izquierda. Puedes imaginarte la estampa: un tirillas de metro y medio y 11 años que salía al campo por primera vez.
El caso es que se produjo una jugada “compleja” con 21 de los 22 jugadores que estaban en el campo, dentro del área rival.
Sin saber bien cómo, la pelota cayó en mis pies a dos palmos de la portería y yo solo tuve que empujarla.
La pelota entró tímidamente cruzando la línea de gol y el sol se abrió paso entre las nubes proyectando un halo de luz sobre mi persona.
Fue un estallido de jubilo y alegría. Era gol!